DRÁCULA: La sinfonía fílmica de los hijos de la noche

Por: Joel Cruz

Por muy reciclado que parezca, la adaptación de Bram Stoker’s Dracula, película estrenada en noviembre 1992 y basada en la novela gótica escrita casi un siglo antes, fue un cruce perfecto de artífices, momentos y circunstancias en la industria del cine, aquél séptimo arte que nos hace ver frente a una pantalla lo imposible. Durante los días de su creación y muestra del resultado final (valga la pena decirlo), días en los cuales el arte hecho celuloide tenía un peso superior a las ambiciones comerciales sobre los largometrajes y los caprichos banales del público que lo exige.

Esta obra sobrenatural de horror y romance comenzó con la aceptación de Francis Ford Coppola a tomar su dirección, un experto en llevar al extremo el decadentismo humano de sus personajes villanos (como en la saga de The Godfather y Apocalypse Now), pero con un sentido poético y de tonalidades grises, donde es difícil no mostrar ninguna simpatía por los demonios que posan sobre el malo del paseo. En este punto, el actor de método Gary Oldman llevó a cabo la febril y apasionada personificación de un caballero cárpato, descendiente de la Orden del Dragón, que recorre las regiones de la inmortalidad y el inframundo para reencontrarse con la amada que una supuesta santidad celestial le arrebató.

 

Winona Ryder, quien caracterizó a Mina Harker, tuvo una responsabilidad grande en la realización de Dracula, pues adquirió los derechos del personaje para que Coppola dirigiera el largometraje. Ryder de hecho estaba incluida en la tercera parte de El Padrino; sin embargo, contratiempos de salud y compromisos con la obra de Tim Burton Edward Scissorhands se lo impidieron. En un papel destacadísimo como doncella que debe evitar a toda costa ser atrapada por el reino de las tinieblas, está el contraste de su esposo en la ficción, Jonathan Harker (Keanu Reeves) con una entrega actoral convincente, pero opacada por sus compañeros de escena, incluyendo a la elaborada por Anthony Hopkins como el doctor Van Helsing y la del polifacético Tom Waits, encajando en el rol de Renfield (ayudante del vampiro), todas supremamente teatrales. Ni hablar de la concubina de Drácula, Lucy Westenra (encarnada por la actriz Sadie Frost).

Con técnicas de cine artesanales y en oposición a los avances digitales de los años 90, la película captó la atención del espectador masivo sin necesidad de trucos demasiado pretenciosos, lo que cuadra muy bien con el entorno de la Londres victoriana (lugar donde suceden la mayoría de los hechos). Fue precisamente el propio Coppola quien insistió en estos detalles para honrar al género visual por el cual su nombre es famoso y los guiños tanto al cine mudo como al expresionismo alemán. Con un maquillaje artístico y un diseño de vestuario que rompió definitivamente con la tradición vampírica de Nosferatu o del inolvidable Bela Lugosi, todas las piezas de esta obra estuvieron en línea con las modificaciones de guion y las secciones de fotografía. Aún con todo esto, el filme respeta mucho al libro publicado en 1897 y marcó una óptica singular del no muerto en la pantalla gigante; después de 30 años, insuperable.

¿Y la banda sonora? Pues la película tres veces ganadora de premios Oscar cuenta, por si fuera poco, con el magnífico apoyo musical dramático, épico y siniestro del compositor Wojciech Kilar, fallecido en el 2013. Si la presencia rockera no fuera suficiente en pantalla con Tom Waits, también se incluyó el synthpop de Annie Lennox con Love Song for a Vampire. Drácula fue hecha con 40 millones de dólares y con el tiempo, multiplicó alrededor de cuatro veces su inversión inicial.