DEPECHE MODE y el derrumbe de nuestros pequeños mundos

Texto: Joel Cruz

Imagen: Depeche Mode

Los niños pueden no entender el engranaje rutinario de los grandes, seres de fisionomía diferente, narcisistas, jocosamente ebrios en el reloj de la confusión. Incapaces de captar la lógica infantil, biche, durmiente sobre el árbol del desconocimiento del bien y del mal (claro, en la castidad de su sapiencia). A lustro y tantico de nacer, yo veía en los discursos de la profe Gertrudis “la m con la a…MA”, una monotonía perfecta a la que estaba destinado; un crisol de martes lluvioso empotrado en el tímpano, en los zapatos colegiales sin embetunar, en la sopa de cebada de la una en punto, tan puntual como las noticias de carro bombas o los accidentes aéreos en el noticiero, función franja familiar en el TV Crown Quinitron.

La casa era la más grande del barrio: En los tres pisos de su historia viví filas y colas de adultos motivados por tantas razones para andar por sus pasillos como mentiras en la prensa. Los viernes relataban ciclos de semana muerta que resucitaban perezosamente en la redención de ropa sin lavar para el otro día. Ese era el final triste del cuento, pero concentrémonos en lo alegre: Sin saber la razón por qué los chicos de esos días con su corte de pelo hongo se embardunaban en loción tras haber cuadrado cita con alguna jovencita, finalizando el trato con besos a la bocina telefónica (guácala), me fijaba en la cara de Camilo, en su semblante de huevón nato.

Estudiante de grado once del Mariscal Sucre, tenía pegado en su aura el número 3, o ¿quién sabe? de repente bobadas mías que analizaba cuando no me dejaban ver los Thundercats. De todas formas, raro cómo le salía todo: Estaba repitiendo el curso en tercera ocasión, las amigovias de turno le terminaban con la misma frase (“No me joda”, de 1, 2,3 palabras), e incluso era hasta la tercera piedrita, cuando la abue finalmente le quitaba el candado a las rejas el sábado a las 3 a.m. para que entrara, después de la farra y otro corazón roto sobre la cama sin tender.

Imagen: Depeche Mode

En una de aquellas entradas lo vi llegar con un paquete bajo el brazo: Yo iba para el baño, pero de chismoso quise observar por una hendidura de su puerta. Si algo amaba el man, más que llamar por el teléfono monedero del inquilinato a cualquier amiga buscando plan para susurrarle “déjame mostrarte el mundo en mis ojos”, era encontrarse con la aguja, el tocadiscos y el acetato. Era ahí cuando dejaba de tener una expresión facial caída del zarzo, reemplazándola con una mirada de filósofo Lp, o alguna shit así. Las malas traducciones de internet y los tips de los melómanos me enseñarían al pasar los lustros que esa línea número tres en el disco de Camilo Andrés con portada negra y rosa roja hablaba de un Jesús personal, una deidad acomodada a tu propia fe, moldeable a la arrogancia del dios humanado que veneres. Al tótem de culto añejado en algún barril de Escocia puro (en las rocas le dañas el sabor), al like ofrenda de tu ego en la foto happy. Los salvadores de tu ansia, la que sea, borran toda genealogía de mitos que te enseñe una enciclopedia.

Imagen: Depeche Mode

Camilo me exigía tener las manos limpias si quería acceder a su tornamesa. Desde luego, mi única gema long play eran Los Canticuentos y Los Niños de Latinoamérica cantan las Tablas de Multiplicar. Sin embargo, uno a esa edad es curioso, semejante al mico Jorge. ¿Qué pasa cuando un infante de siete años quiere oír la música de los adultos? Sin saber por qué las cosas suenan como suenan, en un idioma diferente al que hablaban mis cercanos, el cual madame Gertrudis me instruía en la escuela, solía meterle sin piedad aguja a las pasta del susodicho como si mañana no hubiera (¿alguna vez lo ha habido?).

Todo lo que siempre quise, todo lo que necesité, estaba ahí, en mis brazos, en mis oídos. Mientras ignoraba las migajas que el mundo me dejaba a causa de los comensales de mi presente ahora pasado, era un embrión de los decibeles. En mi niñez, debía aprender la lección, contar lo que debía contar, ocultar lo que debía ocultar, mantener la lengua atada para no caer en la insolencia, el pecado imperdonable por los mayores de edad, peor que la apatía de ir a misa. Días de sumisión y de aceptar dogmas sin sentido común. El silencio a veces se disfrutaba, pero la ruptura del mismo por culpa de la música era la explicación universal más sensata y a la vez, el sarcasmo endorfinico de ser feliz sin saberlo.

Imagen: Depeche Mode